Haití nunca ha dejado de llorar. Los escombros no pesan más hoy para recordar las 300.000 víctimas que dejó el terremoto hace exactamente cinco años. Los escombros llevan cinco años haciendo de mediana para dividir los dos carriles de la única carretera que recorre el país. Cinco años son muchos para la vida pero pocos para el corazón. El eco de aquella catástrofe sigue vibrando en las entrañas del pueblo haitiano, huérfanos en tierra desacostumbrada.
La hermana Olga estaba en Puerto Príncipe y la puerta del baño se cerró inesperadamente. Entonces todo empezó a temblar; la puerta se atascó y no conseguía salir. Cuando el temblor aminoró desbloqueó la puerta. Cuenta que había tanto polvo que apenas veía. Ya no había paredes. Cuando entró en el baño estaba en una casa y cuando salió aquello era la calle. Se quedó más de quince días ayudando a la gente, suturando a mutilados y encomendando a Dios tanta desgracia.
La madre de una profesora de la escuela de Areguy bajaba por el camino que serpentea paralelo al río desde Arreguy a Jacmel. Iba a visitar a una amiga enferma y el suelo empezó a temblar. Cuenta que la tierra se resquebrajó y el río desapareció, colándose por las llagas del suelo roto. La tierra se lo había tragado. Cuando volvió a resurgir de los tajos, el agua estaba sucia y olía mal. Al llegar a Jacmel no había Jacmel y la vida era un videojuego.
Charline es la persona más alegre que conozco, y su risa es el agua limpia y fresca que supo cómo curar las heridas de su hijo Olivier.
Hay gente que sigue viviendo en tiendas de campaña, hay corazones en carne viva y un miedo que adherido al dolor produce una aleación demasiado pesada para cargarla con tantas cuestas y tanto sol.
Hoy es un día para acordarse y el resto, deberían ser para no olvidar. Las efemérides son sólo más ruido en este patio de histéricos que es el bombardeo informativo. Titulares llamativos, niños mutilados en portada y a otra cosa, mariposa.